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FLORES AMARILLAS PARA MI PADRE


Como un rayo se enciende la imagen de un narciso amarillo en el jardín de una vieja casa.

La flor se vence sobre sí misma, pero no hay un estanque que refleje su belleza. La imagen se estrella en la tierra cuarteada. Y con esa imagen, vuelve el dolor. El dolor del recuerdo, la añoranza de los días radiantes de flores amarillas, de narcisos frescos como una primavera estrenada.

El narciso tiene hoy la mitad de mis años. Para mí, son muchos; para él, eternos. Eternos por la ausencia de las manos callosas que le hicieron cuna en ese suelo; que lo abrevaron; que lo cuidaron del sol y de las plagas. Manos que amaban las flores amarillas y que dejaron un legado en el narciso de luz; manos llagadas de azadas, dolidas de inviernos, extenuadas de eneros.

Hoy el narciso está solo. Se quedó sin cuna, sin agua, sin espejo. Sólo tiene el calor agobiante de los largos veranos, los fríos opacos y las lluvias de invierno.

La casa del narciso se quedó sin manos y él se consume de sed; sed de las manos que se quedaron sin vida; sed de la vida que hoy es solamente añoranza.

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