Me golpeó en la cara con la fuerza de una cachetada: vi tan de cerca la fragilidad de tres personas queridas que me pregunté si no es mejor partir mientras dura el esplendor.
Tres personas a las que recuerdo jóvenes y fuertes, con el pelo oscuro y la piel tersa, me mostraron hoy la decadencia: el cuerpo mortificado, los cabellos blancos, la piel como un pergamino en el que la vida trazó incontables peripecias; pero, por encima de eso, lo penoso fue escuchar el sonido de sus voces. Esas voces que recuerdo jóvenes y vibrantes son ahora un soplo débil que casi no conserva un parecido con las de otros tiempos. Sentí que estaba ante cáscaras quebradizas que ya no contienen lo que ellos fueron, y surgieron, vibrantes, un sinfín de recuerdos de cuando eran jóvenes; juventud que sólo hoy puedo advertir, ya que en mi infancia los veía como ancianos. Sin embargo, aunque entonces me parecían viejos, no advertía en ellos este agotamiento que ahora encuentro.
Hoy vi tres velas que apenas alumbran y que tiemblan con el soplo frío del adiós, pero sujetas primero a la traición de un cuerpo que no puede valerse, de una mente que sigue otros caminos y que necesita ayuda para retomar el rumbo. ¡Y las voces! Sus voces son ahora como el crujido de hojas pisoteadas en una vereda durante el otoño.
No importan las arrugas, aunque duelen; no importan los cabellos blancos, que denuncian el transcurrir del tiempo; son esas voces abatidas lo que me lastima más que nada, porque anuncian el ocaso. Sé que, cuando ellos ya no estén, olvidaré de a poco esos sonidos; que no podré convocarlos en mi memoria a pesar de mis esfuerzos; que se desvanecerán cuando esos tres soplos se hayan apagado.
Hoy vi la declinación de tres seres queridos y pensé que quizás haya llegado el momento de empezar a despedirme.