En estos días de aislamiento, tenemos la oportunidad de hacer un alto para mirar hacia adentro y encontrarnos con nosotros mismos; podemos también traer a la luz algunos recuerdos perdidos en el laberinto de nuestra memoria. Yo elegí rescatar los que me resultan tiernos y divertidos.
Entre tantos, están aquellos en que, con mis preguntas, ponía en dificultades no sólo a mis padres, sino también a algún familiar o a vecinos desprevenidos. No pocos se encerraban en sus casas y apagaban las luces cuando me veían llegar, a pesar de que en esa época nadie cerraba con llave la puerta de calle. Quizás fueron ellos los primeros que tuvieron esta actitud y después la voz se corrió hasta que mi fama se extendió por toda la ciudad.
Yo no creía que mis preguntas fueran tan difíciles de responder; no entendía por qué algunos tartamudeaban, otros tenían algo urgente que atender y unos cuantos me decían que no fuera tan impertinente.
Uno de los interrogantes que a mi madre la ponían particularmente nerviosa era el que hacía cuando volvía a mi casa después de las clases de catecismo. Me intrigaba el mandamiento que prohibía fornicar. ¿Qué quería decir eso? Busqué en el diccionario, como hacía con tantas palabras desconocidas (después de todo ¿no era que debía consultar el gran libro cada vez que encontraba una palabra rara cuando leía?), pero tampoco entendía la definición. Mi padre se escapaba diciéndome: “preguntale a tu madre”. Eso no era muy alentador, pero lo intenté. La primera vez, ella empezó a retorcerse como si de pronto le hubiera aparecido una erupción en la espalda y no alcanzara el lugar exacto para rascarse. La segunda vez, me dijo que lo sabría cuando fuera grande y que por el momento bastaba con que aprendiera el 4º Mandamiento, que ordenaba honrar a los padres. La tercera, me dijo que me lavaría la boca con jabón si seguía preguntando (está de más decir que una vez probé un trocito y me resultó francamente repugnante).
Sin embargo, aunque obedecía la orden de no usar las palabras que requerían un lavado, siempre reclamé mi derecho a hacer preguntas. Por supuesto, todos se aferraban a su derecho a no responder para no incriminarse.
Otro de mis cuestionamientos era por qué los viernes de Cuaresma no se podía comer carne, pero sí pescado. No entendía: ¿por qué era así? ¿Acaso la carne del pescado no era carne? Reconocía que en cada bocado yo encontraba más espinas que carne, pero esa orden me resultaba incomprensible. Después de unos cuantos viernes insistiendo, mi madre no me ofreció jabón, pero me puso el plato adelante y me dijo: “Te callás y te lo comés. Y cuidadito con sobrar algo. Con todos los chicos que hay en el mundo que pasan hambre, vos no te vas a dar el lujo de dejar la comida”.
Yo no quería, juro que no quería preguntarle, pero ella me había servido la oportunidad junto con la merluza en milanesa: “si yo me como toda la comida, ¿los niños del mundo van a dejar de tener hambre?”. Lo que jamás, jamás, jamás me animé a decirle era que el milagro de convertir un pez en miles sólo lo había hecho Jesús. Nunca se lo dije porque temía que no sólo me sirviera un plato con jabón como guarnición para el pescado, sino que era posible que me enviara al desierto no por cuarenta días sino por un año entero.
De todos modos, no escarmenté ni voy a hacerlo. Sigo preguntando y preguntándome miles de cosas. Por las dudas, siempre tengo en el bolsillo un paquete de caramelitos de jabón, que fabrico yo misma.