Lo primero que recuerdo cuando pienso en una situación vergonzosa que me haya tocado vivir ocurrió hace años, cuando todavía era joven y no había aprendido a reírme de mí misma.
No estaba vestida de forma adecuada para un día de lluvia: pollera angosta hasta las rodillas, medias finas y tacos altos (quien me ve ahora seguramente no creerá que alguna vez me vestí así).
Salí del aula (estaba cursando mis estudios Terciarios) con los brazos cargados con libros y carpetas y crucé a la carrera el patio de lajas de la escuela. Con el sentido de la prudencia que me caracterizó siempre, tropecé y caí frente al ventanal de la cafetería; pero no fue una caída cualquiera: lo hice con el estruendo de una estampida de búfalos.
El ruido de las voces y la música de fondo adentro del local desaparecieron y el silenció aplastó el patio. Cien caras redondas como la luna y con el asombro de un niño en su primera visita al zoológico se pegaron contra el vidrio para ver mejor lo que pasaba en el escenario.
El dolor de mis rodillas fue insignificante comparado con el dolor de mi vergüenza. Sin darle tiempo a algún piadoso que quisiera socorrerme, me levanté, recogí los libros regados a mi alrededor y corrí para hacerme invisible bajo la lluvia. Cuando estuve segura de que nadie me veía, me doblé por la cintura y lloré como la primera vez que mi hermana me rompió un juguete.
Mis medias finas se habían convertido en una red de pescador por cuyos agujeros sobresalían los camarones sangrantes de mis rodillas.
Volví a mi casa y, aunque el dolor no se calmó, los primeros auxilios de mi madre compensaron esa noche la sensación de fracaso que debe sentir una prima donna cuando falla un paso en su presentación en la obra más importante de la década.
Al día siguiente, mi percance estaba publicado en grandes letras en las ventanas de las aulas. En el café habían instalado un micrófono a través del cual se pedía a quien pudiera aportar noticias de la alumna accidentada (estuviera viva o muerta, no importaba), que se acercara al área de recepción.
Durante ese y varios días más, traté de esconderme dentro de un pantalón negro o de una peluca oscura, pero mi renguera no era fácil de disimular. Sentía fijas sobre mí todas las miradas y una colección de índices como batutas marcaban los compases de mi marcha.
Esa fue, tal vez, mi mayor vergüenza o, al menos, la que recuerdo ahora. Por supuesto, hubo muchas, muchísimas caídas más. Todavía ahora suele sucederme. Quiero creer que caigo con la delicadeza de una bailarina en la escena final de “La muerte del cisne”, pero sospecho que me parezco más a un oso irrumpiendo en una carpa o al Coyote cuando persigue al Correcaminos.