EL OLOR DE LOS HELADOS
Desde que era chica me gustan los helados. Mucho. Soy adicta a ellos. Cada vez que entro a una heladería y abren las conservadoras, aspiro ese olor y, con él, vuelven atropellados los recuerdos de mi infancia.
Mi madre me decía que, si me portaba bien durante toda la semana, el domingo me llevaría a tomar uno. Eso era más o menos como que un camello pasara por el ojo de una aguja, como decía mamá que dice la Biblia. Para mí los días no duraban 24 horas; eran cinco veces más largos. Yo sentía que caminaba sobre cáscaras de huevo. Así de difícil era alcanzar el domingo sin haber hecho ningún zafarrancho. Y es que esas cosas no sólo me salían del alma: era como si los problemas vinieran a buscarme.
Eso no era todo; había más, la verdad es que había mucho más. Eran tantas las condiciones que, más que un paseo a la heladería, parecía un chequeo médico para entrar a una escuela militar o decidir un transplante de órganos. A veces el “NO” habría sido más fácil de tolerar. Peor era si alguna vez ella descubría que me dolía la garganta (y eso que yo me cuidaba mucho para no decirle, pero el lagrimeo me delataba) o si me escuchaba toser: en esos casos me envolvía como un paquete, me ponía trapos calientes en el pecho y me administraba un apestoso jarabe que no me quitaba la tos, pero que me dejaba la sensación de una feliz borrachera. Asociado con este sabor me llega el de una medicina “natural” que para mis padres era insuperable para hacerme eliminar los parásitos intestinales. Conservo la imagen de mi padre sosteniéndome y de mi madre empeñada en hacerme tragar una cucharada de ajenjo machacado. Posiblemente los de mi generación hayan vivido alguna vez estas traiciones paternas. Por supuesto, yo me resistía, aunque había aprendido que si gritaba le servía en bandeja la ocasión para meter la cuchara en mi boca y si me resistía sólo podía gruñir, lo cual no expresaba mi indignación en su justa medida.