top of page

DE PAPAR MOSCAS Y VIAJAR A LA LUNA DE VALENCIA


La primera vez que mi madre me dijo que dejara de papar moscas, no entendí qué quería decir.

Por supuesto, se lo pregunté, pero vi que se agarraba la cabeza y escuché que decía en voz muy baja: “¡Dios mío! Yo solita me metí en esto”. La pobre me dio pena, parecía tan cansada que decidí dejarla tranquila.

Lo que ella debía sospechar, y por eso su comentario, era que había despertado mi curiosidad. ¿Qué era papar moscas? Como siempre, busqué en el diccionario, pero lo único que encontré era que la palabra “papar” quería decir comer cosas blandas, sin masticar. Eso no me ayudaba porque, que yo supiera, nadie comía moscas. Para colmo, la enciclopedia de la casa (un humilde y único libro al que le daban tan pomposo nombre, pero que podía traer la respuesta que buscaba), tenía que haber sido muy interesante, porque mamá la había prestado y no se la devolvieron nunca.

Como necesitaba resolver el misterio cuanto antes y ya que mi padre volvía de su trabajo recién a la noche, no me quedaba más remedio que arriesgarme con mi hermana. Eso no me gustaba para nada, porque, o bien me contestaba algo que me hacía enojar, o bien me dejaba con más interrogantes que al principio. A pesar de todo, hice “de tripas, corazón” (otra frase que usaba mamá) y recurrí a ella.

Esa vez, mi hermana me quitó una duda, pero me dejó otra:

—Papar moscas es lo que hacés vos, que andás siempre distraída.

Ella no entendía que yo no estaba distraída, sino que meditaba sobre cosas importantes. Y dijo:

—¿Por qué no le hacés caso a mamá y te bajás de una vez de la luna de Valencia?

Por supuesto, no pude sacarle una palabra más. Ya había cubierto mi dosis semanal de preguntas. Y terminó la conversación con otra expresión copiada de nuestra madre (parecía que se estaba volviendo igual cuando yo andaba cerca):

—¡Dejate de escorchar todo el santo día con tus preguntas y andá a jugar al patio!

Resultaba que ya sabía qué era papar moscas, pero ahora me intrigaba lo de la luna de Valencia. Lo peor era que ya no tenía a quién recurrir. Al vivir en el campo, no disponía de un vecino que me resolviera el problema, pero no iba a quedarme con ese dilema, así que le hice caso; fui al patio, me senté en el borde del cantero de las dalias y empecé a analizar: yo no había ido a ninguna luna y, según estudiaba en la escuela, la luna era una sola (salvo que la maestra estuviera equivocada). ¡Ahora parecía que Valencia se había apoderado de ella y todos los papamoscas iban a parar allá!

Me devanaba los sesos (otra frase de mamá; ¿sería algo contagioso?): ¿por qué tenía que ir todo el mundo a la luna de Valencia? ¿Por qué no a otras lunas? ¿No habría una superpoblación en la luna valenciana? Porque parecía que ahí se juntaban personas de muchos países.

Lo que no me parecía justo era que todos los distraídos del mundo fuéramos a parar al mismo lugar. A mí se me ocurrían muchas otras lunas a las cuales ir: podía ser una luna de París; esa tenía que ser romántica y sofisticada (estaba segura de que no era para mí, con mis preguntas incómodas, mis caídas teatrales y mi pasión por devorar helados). En cambio, la luna de Roma, que debía ser una luna guerrera, sí se acercaba a mi estilo. También podía existir una luna asiática o una africana. Sin embargo, si tenía que elegir, la que más, más, más, más me habría gustado visitar era la luna de Egipto; la que alumbraba de noche las pirámides del desierto. Esa luna me la imaginaba romántica; toda blanca, alumbrando la arena blanca y las pirámides blancas, porque nunca pude concebir que las pirámides hubieran estado pintadas de otro color. Ni pensar que hubieran sido rojas o verdes o azules; ni siquiera amarillas. No, tenían que ser blancas para que fueran verdaderas. A esa luna era a la que yo quería ir, para mirar el desierto desde allá arriba. Estaba segura de que en esa luna no me distraería jamás, aunque no sabía si allá tendría que papar muchas moscas, porque, según había escuchado, El Cairo estaba lleno de moscas.

bottom of page