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LIBROS COMO LUCIÉRNAGAS


De todos los libros que leí en mi vida (ni siquiera puedo arriesgar una cifra), hubo muchos que dejaron grabadas en mi alma imágenes muy fuertes: bellas y funestas; plácidas y agrias; tiernas y oscuras.

Veo un Río de aguas dormidas que fluye manso en un atardecer en el bosque. En la orilla, dos niños se miran junto a una hoguera: un blanco y un gitano; uno, amado y respetado; el otro, escondido en los carromatos de una comunidad despreciada y errante. Dominan ese recuerdo el olor a musgo y el murmullo del agua fresca en el ocaso del día.

Otro río me lleva a un acantilado, donde encuentro una cascada entre piedras grandes como huevos de dinosaurios. Ahí, armado con un cuchillo y con el deseo de justicia para su pueblo ya extinguido, El último mohicano me emociona con su brillo de héroe; me duele la muerte escupida por armas enemigas y su lucha hasta la escena final y el final de todo.

A su lado, el Enigma de un museo que aloja los restos desenterrados de una tribu perdida en el corazón del Amazonas. Las cabezas disecadas, los ídolos despintados y la muerte, la repetida muerte con dardos impregnados con curare, hasta que la adolescente Nancy Drew, incipiente detective, descubre al asesino. Ahí está ella, junto a cuatro Mujercitas que sueñan con ser grandes; la mayor, escritora; la menor, pianista; las otras, “mujeres de su casa”.

Esas mujercitas tienen como vecino a un niño rubio, nacido de otra pluma en una época diferente; un Principito viajero entre planetas, incansable fabricante de preguntas. Un poco más allá, otro Príncipe ensaya cómo ser Mendigo y un mendigo desea convertirse en rey.

Bien escondido, porque integraba la lista de libros prohibidos por mi madre (tal vez por eso leído y releído hasta el cansancio) hay uno que guarda la historia de amor de un hombre y una mujer; un amor condenado. Sus fantasmas vagan por unas Cumbres eternamente borrascosas, sin encontrar la paz.

Estos y varios libros más siguen ahí, en un estante de mi biblioteca, sobrevivientes maltrechos de una guerra con el tiempo. Tienen las hojas color sepia, quebradizas, con un olor antiguo. Son tan frágiles que casi no me animo a tocarlos. Poseen la delicadeza de las luciérnagas y, como ellas, lanzan destellos fugaces; luces de aquellos días en que mis manos los inauguraron.

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