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LOS HERMANOS SEAN UNIDOS…

“Un hermano es un trocito de niñez que nunca perdemos”. Marion C. Garretty

“Hermanos: los hijos de los mismos padres, perfectamente normales hasta que se juntan”. Sam Levenson

“¡Qué extrañas criaturas son los hermanos!”. Jane Austen

¿Quién no tiene alguna anécdota sobre la relación con sus hermanos durante la infancia? En mi caso, hay muchas (y cada una que recuerdo trae a otras de la mano. Ya las compartiré con ustedes en algún momento).

Tengo casi siete años menos que mi hermana, lo que significa que en aquellos tiempos el equilibrio de poder no existía. En muchas ocasiones, cuando se trataba de hacer travesuras, ella era la mente maestra que permanecía oculta y yo era el brazo ejecutor. Por supuesto, a la hora de cobrar, me tocaba a mí (en la jerga actual, yo era el “perejil”). Otras veces ella se convertía en ingeniera y artífice de mis desventuras (¿por qué pienso en mi querido Largirucho?).

En este momento, recuerdo una de tantas situaciones: en la casa había un gato completamente negro que, por alguna inexplicable razón, me seguía a todas partes (y digo inexplicable porque en su larga vida fue objeto de muchos de mis experimentos). Era muy afectuoso conmigo, salvo en ciertas ocasiones en las que, como ocurría con mi hermana, la balanza se inclinaba hacia su lado. “Negro” (no había sido muy creativa a la hora de bautizarlo) no se dejaba convencer fácilmente y por lo general defendía con uñas y dientes su punto de vista (y esto es literal: infinidad de veces me firmó autógrafos en los brazos).

Durante mucho tiempo, yo había hecho lo imposible para que aprendiera a disfrutar del placer y los beneficios de un baño; sin embargo, él no estaba de acuerdo conmigo. Cada intento había fracasado; pero no se trataba solamente de eso: su enojo era tal, que después de cada prueba fallida pasaban dos o tres días hasta que volviera a casa. Finalmente, me rendí y dejé de incordiarlo.

Y vuelvo al día en que mi hermana planeó y concretó su desquite por algo que, según ella, yo le había hecho.

En mi casa no acostumbrábamos a cerrar la puerta del baño desde adentro, porque todos teníamos la precaución de golpear y preguntar si estaba ocupado.

Esa tarde empecé a ducharme con la tranquilidad de siempre. Estaba envuelta en una gruesa capa de espuma y coronada con un turbante de champú Swing, cuando advertí que la puerta se entreabría. Asombrada, vi que una mano lanzaba al gato dentro del baño y escuché un portazo que no auguraba nada bueno.

El animal quedó paralizado durante un momento. De más está decir que yo también. En medio de una densa nube de vapor, nos miramos, mudos. Segundos después, el felino empezó a buscar una salida: primero, desorientado; después, desesperado; al final, enfurecido. Debió temer que esa fuera otra de mis estrategias para bañarlo y puso en juego todo su empeño para escapar.

Evidentemente, mi situación era mucho más grave que la de él porque, justamente, él se encontraba entre la puerta y yo. Mientras pensaba cómo salir de esa trampa fraguada por mi hermana, mi turbante empezó a desflecarse, la espuma del jabón a disolverse y yo a temblar con una mezcla de frío y susto. Sin embargo, muy profundamente un genio malicioso me susurraba que, quizás, esa era la oportunidad para hacer un nuevo intento de asear a ese rebelde, pero un resto de prudencia me hizo desistir y fue en ese momento cuando comprobé que lo que algunos dicen sobre “tener un Dios aparte” regía también para mí: mi madre, alertada por la orquesta desafinada de risas (de mi hermana), gritos (míos) y maullidos (de “Negro” y también míos) apareció en la escena y abrió la puerta del baño. Sancionó a mi hermana, me ordenó que terminara de bañarme y dejó que el gato huyera despavorido.

Después de eso, pasaron tres semanas sin que mi mascota volviera al hogar.

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