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AQUELLOS VIEJOS AMIGOS...


Florentina pellizcaba.

Habría aprobado todas las normas ISO si en aquel momento hubieran existido. Nunca pude saber con qué sopa de proteínas la alimentaba su madre, pero cuando sus dedos índice y pulgar se cerraban sobre el brazo o la espalda de quien estuviera cerca se convertían en tenazas de la mejor calidad.


Angelito mordía (la verdad era que de ángel no tenía nada).

Sus dientes apretaban como la morsa que mi padre tenía en la herrería de nuestra casa en el campo. Sin embargo, después de un tiempo descubrí su talón de Aquiles: tenía la mandíbula directamente conectada con el flequillo. Bastaba con tirar con fuerzas de uno para que la otra se abriera como una bisagra bien aceitada.

Yo rasguñaba (en aquella época decían que “arañaba”).

Como tenía un amplio abanico de intereses, experimentaba constantemente. Cuando leía sobre los inventos geniales de Leonardo da Vinci, dibujaba líneas curvas y rectas o planos de máquinas misteriosas. Otras veces me inclinaba por la geografía; entonces trazaba mapas con ríos y cordilleras, con lagos y desiertos. Cuando quería dedicarme a la jardinería, mis uñas dejaban helechos y enredaderas.

Florentina, con una vocación que la acercaba a los más destacados pintores abstractos, estampaba manchas de color dignas de Kandisnky. También ella ensayaba. En los pliegues y frunces formados por sus tenazas, se podía ver la influencia de Coco Chanel (aunque lo suyo era puramente intuitivo, ya que no conocía la existencia de la diseñadora francesa).

Angelito practicaba para ser un futuro arquitecto de vanguardia. Sin haber escuchado el nombre de Antonio Gaudí (el polémico constructor español había muerto varias décadas atrás), mi amigo mostraba ya un ingenio similar: arcos y dinteles; frontones y columnas, nada le parecía imposible.

Cada vez que peleábamos (no todo era arte y armonía en la relación), nuestros dones se intensificaban y, entonces, la piel de cada uno constituía para los otros un lienzo en blanco donde plasmar la inspiración de las musas. Apenas los colores se iban desvaneciendo, nuestros desacuerdos hacían que volviéramos a crear una obra que mejorara la anterior. Ya teníamos un espíritu superador; sabíamos que los profesionales necesitan capacitarse en forma permanente.

En una ocasión, los incisivos de Angelito se cerraron con fuerza en mi antebrazo y el “ángel” empezó a contorsionar la cabeza, llevando mi extremidad hacia arriba, abajo, atrás, adelante, en una improvisada clase de gimnasia. Como no había cerca un adulto auxiliador, tomé el asunto en mis propias manos; mejor dicho, en la mano que me quedaba libre. Agarré un mechón del abundante flequillo y tiré con fuerzas hacia arriba. De inmediato la boca se abrió como las compuertas de un dique cuando el agua amenaza con rebalsar. Por un rato permaneció abierta, mostrando una amplia panorámica de su garganta.

Durante muchos días yo lucí una original pulsera de filigrana, que cambiaba de color progresivamente. Angelito se acariciaba la frente cada vez que pasaba a mi lado.

Nunca supimos por qué, cuando jugábamos en la vereda, los padres de nuestros vecinitos se apuraban para llevar adentro a sus retoños. Siempre estaban ocupados: tenían que hacer las tareas de la escuela, ordenar los juguetes, tomar la leche o bañar al gato. Sin embargo, nosotros nos divertíamos sin necesidad de ampliar nuestra banda. Si alguno de los chicos del barrio hubiera querido unírsenos, habría tenido que demostrar que poseía un don especial, tal como lo teníamos nosotros; queríamos mantener el honor en alto (por supuesto, jamás se presentó un solo aspirante).

Nuestras madres se veían sucesivamente enojadas, preocupadas y angustiadas. Creo que todas deseaban prohibir la entrada de unos en las casas de los otros, pero también habían sido amigas desde la infancia y no querían romper esa relación. Lo extraño era que jamás contaron una anécdota de lo que hacían juntas. Si hubiera sido por ellas, habríamos creído en sus imágenes de niñas impecables y santulonas, pero nosotros ya habíamos oído hablar de la genética y estábamos convencidos de que a alguien le habíamos salido.

De Florentina y Angelito no volví a saber. Hoy, cuando ya ha pasado más de la mitad de mi vida; cuando algún domingo de lluvia me desata la nostalgia, me pregunto dónde estarán; a qué rincón del mundo los habrá llevado el destino; en qué momento y por qué razón dejamos morir aquella amistad. ¿Se acordarán, como yo, de nuestras escapadas y travesuras, de nuestras confidencias hechas en las largas tardes compartidas?

Quiero pensar que Florentina llegó a ser una feliz diseñadora de ropa caracterizada por originales pinzas, tablas y plisados.

Y Angelito, ¿habrá llegado a ser un arquitecto exitoso? ¿O quizás un dentista especializado en niños, que les cuenta a sus pacientes sobre aquella fortaleza de sus incisivos como una novedosa forma de enseñarles a cuidar su dentadura?

Y yo, artista de vocación, tuve que encontrar otros caminos, no sólo porque al crecer entendí que no puedo convivir sanamente con los demás si voy dejando mi firma por acá y por allá, sino también porque aprendí a la fuerza y con arañazos en el alma que la infancia no dura para siempre.

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