CUANDO FRANKENSTEIN FUE DENTISTA
“¡Te portás bien o te llevo a la dentista!”.
Había que reconocer que a la hora de imponer disciplina mi madre era ingeniosa. Nada de acudir al viejo de la bolsa (yo hubiera empezado a preguntar quién era ese viejo, por qué llevaba una bolsa, qué tenía adentro y cómo hacía ella para llamarlo); tampoco amenazar con el cuco (para eso también habría tenido una batería de preguntas) y menos todavía a cualquier ente sobrenatural, porque eso incentivaría mi curiosidad.
Así, bastaba la mención de la dentista para que yo mantuviera la boca cerrada. Literalmente. Sentía por ella una mezcla de odio y terror en idénticas proporciones.
Como una burla de la vida, la mujer se llamaba María, pero estaba más cerca del monstruoso Frankenstein que de la madre del Salvador del mundo.
Para mi desgracia, me resultaba necesaria: dientes que se negaban a mantenerse en fila; muelas demasiado grandes para el espacio disponible (se parecían a alguien que intentara ponerse un pantalón cuatro talles más chico); caries como salpicaduras de tinta… era trabajo asegurado durante varios años.
No podía comprender por qué mis padres la habían elegido como odontóloga familiar. Entre varios métodos que hoy se acercarían a la mala praxis, no olvido su favorito: limpiar las caries usando el torno sin colocar anestesia. Ella decía que de esa forma podría irme antes y así ahorraríamos tiempo las dos (aunque debo decir que en cada consulta yo veía cada vez menos pacientes en la sala de espera).
A mí no me interesaba su tiempo; sí mi dolor. Sin embargo, cuando gritaba, ella me decía con fastidio: “¡Qué vergüenza! A tu papá le paso el torno sin anestesiarlo y él no se queja” (me faltó contarles que en ese tiempo yo tenía entre siete y ocho años). La verdad era que me importaba muy poco lo que le hiciera a mi padre; lo que no me gustaba era lo que hacía conmigo.
En una ocasión, cuando sacó de mi boca ese instrumento de tortura, le grité: “¡Mi papá es grande y yo soy chica!”. Esa obviedad no pareció importarle y siguió martirizándome como si nada.
En otra oportunidad, en un descuido suyo le mordí un dedo. Creo que reprimió a duras penas el impulso de abofetearme, pero fue así como accedió a anestesiarme. Sin embargo, demostró ser rencorosa, porque clavó la aguja en mi encía como si fuera una aceituna que pudiera escapársele del plato.
Algo bueno había en todo eso: mantener la boca abierta (no hubiera podido cerrarla aunque quisiera, porque me la sostenía con una pinza, supongo que escarmentada por mi mordedura); digo, mantener la boca abierta me permitía gritar como la más eximia soprano. Creo que la primera vez temió que todos los vidrios que había en el consultorio, ampollas, frasquitos, jeringas, estallaran como debieron hacer los ojos de buey del Titanic en el momento de hundirse.
Después de tanto suplicio, cada vez que mis padres hablaban de María yo sufría un ataque que me hacía parecer a la protagonista de la película que vendría muchos años después: “El exorcista”. Más fastidiados que preocupados, decidieron cambiar de odontóloga.
Necesité muchos años para vencer la fobia que sentía por estos profesionales y para aprender a dominar el impulso de hacer una pataleta en la sala de espera (eso no se vería bien en una mujer de mi edad). Sin embargo, cada vez que paso frente a un consultorio dental y percibo ese olor tan característico, recuerdo a aquella versión femenina de un verdugo (no estoy segura de que usara barbijo y guantes, porque en mi mente la veo escondida bajo una capucha negra) y necesito con desesperación tener a mano algo para morder.
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