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EN BUSCA DE LOS AROMAS PERDIDOS

Todos tenemos un sabor o un aroma asociado a una época feliz de nuestra vida; en muchos casos, de nuestra infancia.
En el barrio donde vivíamos (habré tenido unos nueve o diez años) estaba lo que llamaban “el Mercado”, en línea recta con la puerta de mi casa. Ahí yo había encontrado un mundo maravilloso (como dicen que respondió Howard Carter cuando abrió la tumba de Tutankhamon y lord Carnarvon le preguntó qué veía: “¡Cosas maravillosas!”).
El “Mercado” era un salón “grande, enorme, gigante”, decía yo (ya quería ser escritora, pero todavía no conocía demasiados adjetivos).
Desde la puerta se podía ver, en el centro, la verdulería de doña Rita. No puedo adivinar cuál era su edad ni conservo recuerdo alguno de sus rasgos, pero sí que su negocio tenía la magia de los cuentos o, tal vez, de los bazares de un país de Oriente (me habían dicho que en ellos los aromas aturdían a los paseantes).

Yo la rodeaba buscando algún tesoro que pudiera haber pasado por alto en mi visita anterior, guiada por mi vista, pero sobre todo por mi olfato. La mezcla de fragancias siempre era diferente: un día había apios, acomodados muy prolijos junto a fragantes melones; otro, los duraznos dulzones se aliaban con hinojos y cebollas.
Mi madre me mandaba a comprar verduras para la sopa y la creatividad de doña Rita superaba a la de los mejores chefs que vemos hoy en la televisión. Sus recetas eran “inimaginables e irrepetibles”, decía (y yo anotaba cada una de sus palabras cuando llegaba a mi casa para usarlas en algún cuento que pudiera escribir después. Supongo que la mujer las habría leído en un libro de cocina).
A izquierda y derecha, estaban los dos islotes de las carnicerías: don Enrique y doña Milagros competían con cortes frescos y tentadores que colgaban en ganchos de acero. El paso por esos lugares no me gustaba: me repelía la visión de la sangre (aunque sabía que en un bazar de Oriente también podía encontrarla); además, la canción de las moscas me enloquecía, pero la mía era una locura asesina: deseaba aplastar a esos insectos insolentes que no dudaban en pasearse alternativamente por la carne y por mi cara.
Yo no me detenía allí. Cruzaba a la carrera hacia la isla insólita de la zapatería, al fondo. No podía entender qué hacía en medio de los puestos de alimentos, pero ahí estaba. También en ella encontraba la magia de un cuento de “Las Mil y una Noches”.
Aquí no había babuchas como en Arabia, pero sí unos zapatos de los que estaba enamorada. Eran blancos, de una blancura como nunca había visto. Estaba segura de que moriría si alguna vez llegaran a calzar mis pies, pero de eso no había riesgo: jamás podría tenerlos. Unos tacos inaceptables para mis años ponían entre nosotros la distancia de un amor prohibido. En cada visita al mercado, después de haber llenado mi bolsa con batatas, puerros y zanahorias, corría hasta la zapatería, con el temor de encontrarme con que los habían vendido, pero suspiraba aliviada al ver que seguían ahí. Ahí estuvieron por más tiempo del que puedo explicarme.
Detrás de la zapatería se abría, como una gruta a la orilla del mar, la puerta de la panadería. Era un nuevo asalto a mis ojos, a mi olfato, a todos mis sentidos. Apenas entraba, me daba la bienvenida el intenso aroma a vainilla y crema pastelera. En las bandejas sobre el mostrador, varias docenas de facturas formaban un cuadro marcial que no tenía nada que envidiarles a los granaderos durante un desfile del 9 de Julio. Desde el interior de la vitrina, a la altura de mi corazón, me saludaban los voluptuosos bizcochos de hojaldre. Yo no era pretenciosa: no me tentaban las tortas decoradas con chantilly como espuma de afeitar ni las bombas de crema; mi madre las hacía con mejores resultados. En cambio, me paraba frente a las canastas de mimbre, parecidas al moisés de un recién nacido, repletas de varillas de dorado pan.
No sabía por qué razón, quizás como una táctica para despertar el deseo y aumentar las ventas, las varillas terminaban en una punta aguzada, invitadora y crujiente. Yo estaba segura de escuchar que me decían: “¡cómeme!”. Y no es que fuera siempre tan obediente, pero a esas voces no podía resistirme (además, habría sido una descortesía). Aunque el camino a mi casa era tan breve como el ancho de la calle, el pan llegaba mutilado. Nunca recibí una reprimenda por esas amputaciones: mi madre estaba convencida de que el pan era el mejor alimento para un niño; de ese modo, tenía la certeza de que su hija era la más saludable del barrio.
En el mismo edificio, pero con entradas independientes, había un almacén, una fábrica de pastas y un negocio que vendía repuestos para autos. Creo que éste y la zapatería eran como dos parlantes en una biblioteca. Nunca entendí por qué estaban en ese lugar, donde no podían pasar desapercibidos. Probablemente la intención era esa: no resultar inadvertidos sino, al contrario, proclamar a gritos su existencia.
La que parecía tener una timidez adolescente era la mercería, casi escondida en una calle lateral. El dueño, haciendo alarde de una incongruencia sin historia en este oficio, era alemán. Un orden germano era el que tenían las cajas con botones apiladas hasta el techo y los cierres emparejados por medidas y encorsetados con tiras de elástico. A veces mi madre me mandaba a comprar un hilo de color con un minúsculo retazo de tela como muestra, y quedaba hechizada al ver cómo el mercero sacaba cajones y cajones llenos de carreteles repartidos en compartimentos y seleccionaba el más adecuado (quizás en aquella experiencia está el origen de mi fascinación por coleccionar cajas de distintas formas y tamaños).
En el amplio salón del Mercado había otros negocios, pero la verdulería siguió siendo para mí el más atractivo. Después vinieron los autoservicios, los supermercados, otros comercios fríos e impersonales que ya no me invitan a curiosear.
Al principio dije que hay aromas y sabores que nos transportan al pasado: casi 50 años después, cada vez que siento el olor de la sopa de verduras me acuerdo de doña Rita y de aquel “Mercado” de Oriente que, para mi gusto, murió demasiado pronto.

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