LAS FAMILIAS NO SE ELIGEN… PERO ALGUNAS SON DIGNAS DE RECORDAR
En mi familia siempre hubo personas un poquito extrañas (y quedan varias todavía). Una de ellas era la tía Eurosia.
Un día le pregunté a mi madre qué clase de nombre era ese y ella me contestó (como cada vez que quería sacarse el lazo de encima):
—Preguntale a tu padre. Después de todo, es tía suya.
Yo sabía que esa respuesta no prometía mucho, pero aun así fui a preguntarle a papá. Él confirmó mi pronóstico:
—Preguntale a tu madre. Después de todo, son las mujeres las que saben de estas cosas.
Ya había tenido muchas experiencias como esta, pero seguía dándoles la oportunidad de cambiar.
Con mi hermana no me hacía ilusiones, así que lo intenté con el diccionario, como hacía siempre (ustedes ya saben que yo lo tenía –y lo tengo- como libro de cabecera. Es más, hoy los colecciono). En aquella época sólo disponía de un modesto Sopena, cuyas páginas habían adquirido un color indescriptible, porque a veces me olvidaba de lavarme las manos antes de consultarlo.
Como no encontré la palabra que buscaba, probé con la maestra. Al principio miró hacia arriba, como si algo en el cielo le hubiera llamado la atención. Después me dijo que todavía no me tocaba aprender eso. Sin embargo, como yo tenía fama de preguntona (nadie entendía que la mía era un alma exploradora), me aclaró que la palabra correcta era Eurasia y que se llamaba así a dos continentes unidos: Europa y Asia. Yo no le contesté que estaba errada (me habían enseñado a no contradecir a los adultos), porque mis padres decían Eurosia y ellos debían saber bien cómo se llamaba la tía. Tampoco deseaba discutir porque pretendía seguir conversando. Como no sabía qué era un continente, se lo pregunté (hoy siento pena al acordarme de ella). La respuesta, simplificada, fue que se trataba de una cantidad muy grande de tierra, dividida en países. Me pareció muy raro que la tía de papá tuviera nombre de tierra, pero seguí indagando, ahora sobre los países.
Ella ya preveía lo que le esperaba y me dijo:
—¡Escuchá, está tocando la campana! Hay que volver al aula.
Y ahí dio por terminado el cuestionario.
Pasé ese día meditando y llegué a la conclusión de que, aunque la maestra estuviera equivocada y el nombre correcto de la tía era Eurosia, debía tratarse de alguien muy importante si se llamaba igual que una cantidad tan grande de tierra. ¿Sería que era dueña de muchos campos y por eso muy, muy rica? (Hoy, debido a mis búsquedas genealógicas, sé que el nombre correcto era Eudosia. Sé también, gracias a Google, que en la Edad Media hubo emperatrices, princesas e incluso una zarina de Rusia que llevaron ese nombre).
Era obvio que mi madre no sentía la misma curiosidad que yo, porque más de una vez, cuando barría la vereda (ya vivíamos en la ciudad), solía entrar a gran velocidad diciendo:
—¡Ay! Allá viene la tía Eurosia.
Me sentía intrigada. ¿Qué era lo que la espantaba tanto, si tenía el privilegio de contar en su familia con una integrante prestigiosa? Ella decía que las visitas de la mujer eran eternas y que parecían peores porque no hablaba mucho.
Yo tenía una enorme cantidad de preguntas, pero también estaba muy fresca la amenaza de mamá con llevarme a la dentista si abría la boca. Entonces, arrastraba una sillita que mi padre había construido, adecuada a mi tamaño, me sentaba al lado de Eurosia/Eurasia y no le quitaba los ojos de encima. La mujer empezaba a retorcerse, cruzaba y descruzaba las piernas, se rascaba el cuello, se frotaba las manos, se acomodaba la pollera, tosía… No me miraba, pero yo sabía que me veía y que mi cercanía la ponía incómoda.
Una vez, mi madre me ordenó:
—¡Sosegate y andá a jugar al patio!, pero Eurosia/Eurasia dijo:
—No, dejala… Si no molesta, es tan calladita…
Yo la miré a mamá como diciéndole: “¿Viste?”, y estuve segura de que sus ojos me respondieron: “Ya vas a ver cuando se vaya”. Por supuesto, cuando la tía se fue, yo “vi”.
A pesar de todo, durante cada visita seguía sentándome a su lado. Sólo me quedaba mirándola y preguntándome en silencio por qué se removía de esa manera. Sin embargo, algo debió pasar porque mi madre no volvió a hacerme “ver”. Hoy sospecho que en esa ocasión debió nacerle la esperanza de que las visitas de Eurosia/Eurasia no fueran tan frecuentes ni prolongadas.
Otro personaje singular era un tío de mi padre (al parecer mi familia paterna los acumulaba), al que llamaban “Barbayepo” (también esta rama coleccionaba nombres exóticos). En esa época no conocía el piamontés, la lengua de origen de mis ancestros (ahora tampoco la conozco), por eso ignoraba que “barba” significa “tío” y que Geppo (“Yepo”) era el apodo dado a Giuseppe (José).
Este tío me resultaba más atractivo que Eurosia/Eurasia, porque de él se decía que estaba loco. Contaban que vivía en una cueva (otra pesquisa en el diccionario) y se alimentaba con los animales que cazaba, pero lo que me fascinaba era que Barbayepo se declaraba curandero. Por supuesto, mis preguntas sobre él no recibían más respuestas que:
—¡Dejate de escorchar y andá al patio a jugar!
La familia de mi madre, en cambio, no mostraba rarezas; por eso, cuando nos visitaban yo no necesitaba que me mandaran al patio, aunque antes tenía que pasar por la interminable fila de besos, de algunos pellizcos en las mejillas, comentarios sobre cuánto estaba creciendo y, en ocasiones, de una revisación de mis orejas para ver si estaban limpias. Por suerte, no se interesaban por mis manos, que a veces conservaban rastros de tierra o algunos pelos del gato.
Mientras escribo, estoy recordando que en la familia de mi madre también había alguien que daba que hablar: la prima Mariucha. O debería decir que DA que hablar, pero como todavía vive no puedo contarles sobre ella.
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