SOBRE NIÑOS, CAMELLOS Y DESILUSIONES
Los camellos de los Reyes Magos amargaron mi infancia.
Aunque hice muchos intentos, nunca tomaron mi agua ni comieron mi pasto. Cada año me esmeraba en cortar la gramilla más tierna y de presentarla en el plato más elegante que podía encontrar en la casa (lamentablemente, eran muy pocos y en su mayoría habían quedado huérfanos del juego original). Esperaba hasta el último minuto antes de irme a dormir (o de que me arrastraran a la cama) para servirles el agua bien fresca.
A la mañana me levantaba antes que nadie y corría ansiosa a la galería donde había dejado el manjar. Los regalos no me importaban tanto como comprobar que los animales habían hecho honor a mi ofrenda. Invariablemente, año tras año, quedaba defraudada: el pasto permanecía sin tocar y el nivel del agua no había bajado ni un centímetro.
Al verme tan desilusionada, mis padres me decían que los camellos no habían comido ni bebido porque habían pasado antes por el campo vecino, donde había un niño de mi edad, y ahí habían saciado su hambre y su sed. A partir de ese momento, el vecino empezó a alardear de ser el preferido de los camellos, y yo a tomar conciencia de que era discriminada. Sabía que esos animales pertenecían a la realeza, pero podrían haber sido piadosos conmigo, al menos una vez. Mi familia era pobre, pero la del vecino era también una familia campesina como la mía.
Con el tiempo, empecé a enojarme: ¿Qué les pasaba a esos tres? ¿Mi pasto no era tan sabroso como el del vecino? ¿Cómo podían saberlo, si nunca lo habían probado? ¿Y acaso mi agua no era tan pura, tan limpia? ¿Era muy dulce? ¿Muy salada? ¿Muy amarga? ¿Estaba muy fría? ¿Muy caliente? ¿Ni fría ni caliente? ¿Por qué no comían mi pasto? ¿Estaba muy verde? ¿Demasiado maduro? ¿Muy picante? ¿Muy desabrido? ¿Por qué? ¿Por qué? Evidentemente, no les habían enseñado como a mí a comer de todo y a no dejar comida en el plato.
¡Qué maleducados! ¿No podían haber tenido la gentileza de hacerme ilusionar, aunque tiraran el pasto en el patio y regaran una planta con el agua? Por lo visto, no eran tan bondadosos como los Reyes.
Cada 6 de enero mis padres deben haberse hecho cruces por semejante descuido, que los condenaba a escucharme durante horas y a inventar respuestas para mis insistentes preguntas (aunque al final decían: “terminala de una vez y andá a jugar”. ¡Como si yo hubiera tenido ganas de jugar!).
Un día dejé de preparar comida para esos animales odiosos. La mañana del 6 de enero me levantaba e iba a buscar mi regalo. No me decepcionaba ni me entusiasmaba, porque no pedía ni esperaba nada. Me conformaba con lo que me hubieran traído.
En esa época no se hablaba de hacer terapia con un psicoanalista, porque así mis padres podrían haber tratado de entender el porqué de ese descuido sistemático. Cada vez se proponían que el año siguiente iban a vaciar las latas, pero cada vez lo olvidaban (aunque sabían lo que les esperaba). Alguna vez se lo pregunté a mi madre, pero no pudo explicarme ni explicarse a sí misma la razón.
Hoy, aunque sé que los camellos no eran reales ni pertenecían a ningún reino, me siguen pareciendo antipáticos y groseros: llevan sobre sus jorobas a turistas deslumbrados, pero cuando se enojan por algo o alguien no les cae bien le escupen en la cara el pasto que están masticando.
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